Parte I
“En el origen, la Champaña era ligera, fresca y de suaves burbujas, pero es a partir del siglo XVII que el champagne se transforma en vino efervescente, para convertirse en el rey imprescindible de cualquier celebración alrededor del mundo”
Conocido desde el siglo IX, la Champaña fue mejorada por Dom Pérignon hasta el siglo XVIII volviéndose rápidamente celebre. Desde los imperios del Barón Jean Moët de Épernay y de la viuda Clicqot de Reims, quienes fueron los primeros en exportar y comercializar sus botellas por toda Europa dominando el mercado, se confirmó su éxito en el siglo XIX y éste no paró durante el XX, siempre demostrando la supremacía de tan renombrado vino francés.
No se sabría ni se podría hablar de un champagne sin la presencia de las burbujas, quienes dibujan en la superficie “un collar de perlas” y liberan los aromas frutales y florales del vino. La corona está formada de tres o cuatro pequeñas y finas burbujas superpuestas alrededor de la superficie del líquido, capaces de donar el brillo a la espuma. La Champaña tienen unas predisposiciones naturales en su espuma, porque contienen macromoléculas que tienen por
efecto estabilizar las burbujas y permiten también la formación del mismo burbujeo.
La fermentación natural del vino comienza en el otoño, la cual se ve disminuida con el frío del invierno en las cavas, donde el vino conserva una parte de su azúcar, a la llegada de la primavera y con mejores temperaturas, retoma su fermentación. Esta segunda fermentación se produce dentro de las botellas que están herméticamente cerradas —y no en los toneles— para que la efervescencia se quede ahí, aprisionada hasta que se descorche la botella. Toda la genialidad de los champenois se fue perfeccionando con el correr de los siglos, y con el mayor conocimiento del fenómeno natural de la fermentación, con el fin de obtener una extrema fineza y una excelente permanencia de las burbujas.
Las champañas se agrupan en cuatro tipos de familias: las champañas de cuerpo, que son sensuales, potentes e intensos, con notas bajas de especias y de frutas rojas, son excelentes
para acompañar al foie gras, al jamón de Parma, un pot-au-feu, un Osso bucco o incluso un ave; las champañas de espíritu, todo en vivacidad, delicadeza y ligereza que liberan notas de vegetales y cítricos, perfectos aperitivos que se maridan naturalmente con pescados y crustáceos, y van excelentemente bien con sorbetes o postres helados; las champañas de corazón, generosos, calorosos, fundidos, con aromas a brioche, a canela, a miel, que son algunas veces vinos rosados o semi secos, se armonizan con el cordero, con platillos dulces y salados a la vez, los gratinados, las tartas tibias, las frutas rojas o, porque no, a la hora del té; y las champañas
de alma, maduros, complejos y ricos, con bouquet de especias preciosas y delicadas que podemos degustarlos por sí mismos (tomamos en cuenta en esta clase a los cuvées especiales, aquellos “milesimados raros”).
La mezcla de los “crus” se ha realizado desde el siglo XVII para obtener una armonía propia al estilo de cada etiqueta, en dicho proceso se mezclan los vinos y sus diferentes cepas, añadas y cursos. También es sumamente importante el estrujado de los granos tintos y blancos, idea genial que permite a los champenois alcanzar un vino blanco de una pureza y explosión perfecta, capaz de alargar la conservación de los vinos hasta 3 o 4 años gracias al suave y progresivo procedimiento de estrujado, cuyos grandes principios están aún en vigor.
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