domingo, 21 de diciembre de 2008

De sopas, cremas y salsas


Hace miles de años el pobre únicamente bebía sorbos de agua recolectada de charcas o afluentes, el zumo de algunos frutos, la sangre del enemigo o de la presa abatida. Centurias después comenzó a beber también la leche hurtada de criaturas más dóciles. Pero en su dieta hacia falta algo esencial, sustancial: la sopa. Su invención le brindo un nuevo orden al orbe. La sopa reinó desde entonces junto a placeres simples y perfectos como agua pura, la leche, el jugo de naranja, o más sofisticados como el vino y otras bebidas recomendables para el cuerpo y el alma.

El dominio del fuego significó el comienzo de la civilización humana. El nativo cuaternario al fin pudo ablandar carnes, frutos y granos básicos. Desgastando menos sus piezas dentales y limitando el desarrollo de las mandíbulas en beneficio de la capacidad craneana. A los rudimentarios recipientes de piedra le precedieron las primitivas cerámicas. En la primera sopa caliente, los hambrientos y friolentos ascendientes tuvieron la genial idea de reunir los elementos –según los amantes de la sabiduría– han dado forma al mundo: la arcilla, con forma de olla; el agua contenida, con toda la fauna y fruta posibles; el fuego, el rayo caído y agitado por el viento.

Los romanos tomaban una sopa preparada a base de garbanzos y cebada martajada. No hay que olvidar que la sopa viene de la voz alemana suppe y que los bárbaros romanizados eran muy aficionados a remojar rebanadas de hogaza en el caldo caliente. El mestizaje –destino común de las culturas, desdicha de algunos y felicidad de la gastronomía– dio en el continente americano resultados increíbles, como aquellos preparados mayores de las costas del Pacífico que celebran la generosidad del océano que tiene al frente, parientes lejanos y acaudalados de la Marsellesa bouillabaisse.

Como gastrónomos al revisar las recetas y disponernos a prepararlas, uno puede observar cuantos caldos y lenguas –humanas y de fuego– habrán probado, decantado, mezclado y consumiendo los hervores hasta llegar a la abrumadora variedad, capaz de nutrir y complacer a los más necesitados y a los más exigentes. Así en los conventos las humildes escudillas reciben el humeante cucharón; en las ollas comunes bulle el almuerzo anhelado; en las madrugadas resucitan con suculentos caldos o adobos; en las casas se eleva el aroma de las sopas domésticas y las ollas de las sencillas fondas o sofisticados restaurantes contienen cremas o sustancias poderosísimas, para dejar de lado aquellos productos en sobre o lata provenientes de la sociedad industrial actual.


Por otro lado, las salsas, cuyo papel protagónico en el arte del buen comer vienen también de tiempos remotos. Las salsas de la voz latina salsus, salado, nacidas de sencillos preparados o de zumos elementales (naranja agria con un poco de sal sobre el pescado, por ejemplo), han hecho su propio e interminable recorrido, trazando una difusa frontera entre lo líquido y lo sólido, dividiéndose entre lo frío y lo caliente.

Como en la vida, en esto del comer la tradición importa tanto como la innovación, el conocimiento del mismo modo que la fantasía.

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